Durante este tiempo de cuarentena, de encierro obligado tengo que confesar que he recibido algunas visitas.

Ayer apareció la ira golpeando fuertemente mi puerta, luego timbró y timbró varias veces, tuve que parar lo que estaba haciendo para ir a recibirla. Abrí la puerta, le dí la bienvenida y ahí estaba ella, un tanto descontrolada.

Le invité a que pasará, le ofrecí un té pero prefirió un café negro bien cargado. Nos sentamos y empezó a discutir, reclamar y debatir todos los temas de la crisis. Estuve de acuerdo con ella, sentí que estábamos en pleno derecho de defender nuestras opiniones sobre cómo se estaba llevando la cuarentena y todo lo que estaba pasando en el mundo. La verdad es que me gusta estar con ella porque me llena de fuerza, me siento empoderada y puedo hablar libremente sobre todo lo que no me parece correcto y fuera de balance.

Después empezamos a debatir sobre posibles escenarios que podrían darse en el mundo a todo nivel y fue ahí cuando sonó el timbre y tuvimos otra visita.

Llegó el miedo, todo apresurado, lleno de angustia y preocupación. Le dí la bienvenida y se sentó con nosotras pero no quiso aceptar ni té ni café, dijo que no quería nada que andaba sin apetito. Empezamos a charlar los tres. Hablamos sobre el futuro, sobre la preocupación con el trabajo, los planes que teníamos y que no sabíamos si íbamos a poder realizarlos y sobre los pasos que tendríamos que dar para estar a salvo. Mientras conversábamos consternados por lo que podrá pasar me pidió algo de comer. Luego le serví algo más, y algo más, en su ansiedad casi vacía mis reservas de comida.

La ira, el miedo y yo estuvimos largo rato compartiendo nuestras inquietudes. Cuando finalmente habíamos hablado y sentido todo a profundidad, nos quedamos en silencio. Como si algo misterioso nos invadiera, cómo si se acercara algo o alguien que iba más allá de nuestra racionalidad, estaba la impermanencia acompañándonos desde una esquina por allá arriba observándonos con compasión al ver que no entendíamos bien cómo va la cosa, que todo forma parte del ciclo natural de la vida, todo tiene su principio y su final, su nacimiento y su muerte.

En ese silencio suena el timbre nuevamente, salgo a abrir la puerta . Era la tristeza. Tenía un aspecto desalentador y cansado. Le dí la bienvenida, la invité a que nos acompañe y le serví un té de manzanilla. Empezó a contarnos de lo triste y desesperanzada que se sentía al ver al mundo así. La escuchamos atentamente y nos echamos a llorar.

Lloramos intensamente la pérdida, la pérdida de tantas cosas. La pérdida del pasado, la pérdida de la libertad, la pérdida de la vida social, de la tranquilidad, de la confianza, de la seguridad, de los sueños…la pérdida existencial. Lloramos para dar espacio al dolor y al sufrimiento de la humanidad.

Fueron momentos muy conmovedores y de profunda compasión. Cuando ya lloramos todas las lágrimas que teníamos que llorar oigo que timbra alguien. Me acerco a la puerta y era el agradecimiento.

Sin haberlo planeado se había dado una reunión en mi departamento en plena cuarentena. El agradecimiento vino sonriente, calmado y con buen ánimo. Así mismo le dí la bienvenida y se sentó con todos nosotros y trajo un té delicioso de hierbas aromáticas. Nos propuso hacer una lista de todo lo que podríamos agradecer en estos tiempos difíciles. Al principio nos costó trabajo pero poco a poco fuimos nombrando todo lo que agradecíamos. Así fue pasando el tiempo hasta que atardeció y parecía interminable la lista de agradecimientos.

Como ya era tarde y todavía nos faltaban más cosas para agradecer quedamos en reunirnos otra vez para terminar la lista.

Nos despedimos, se había terminado la reunión que se había dado sin permisos y sin mascarillas, ese espacio amoroso donde todos tuvieron su voz y voto.

Se habían ido las visitas, el departamento se sintió vació después de tanta presencia.

Me fui a dormir agradecida con todos mis sentimientos que vinieron a visitarme en estos tiempos difíciles.

Susana Guerini

 

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